lunes, 18 de noviembre de 2013

LA OSCURIDAD



¿En qué momento poblamos la noche de monstruos?


A las siete me mandaban a acostar, era tiempo de dormir porque al día siguiente tocaba levantarse temprano para la escuela. Yo iba obediente. Mi padre me daba las buenas noches y apagaba la luz. A partir de ese momento mis oídos dibujaban el mundo exterior: los pasos de mis padres, el abrir y cerrar de la refrigeradora, y el televisor, con esos programas que sólo los adultos podían ver y que yo llenaba de imágenes en mi mente.

Una o dos horas después, me alzaba sigiloso de la cama de madera que mi padre había diseñado para mí. Enfundado en el mameluco nocturno, mis pies se deslizaban sin ruido por los ladrillos rojos, hasta llegar a la sala, a unos pocos pasos de mi cuarto. Ahí miraba a mi padre sentado ante los capítulos de los vengadores, la serie original de los ochenta, o con algún noticiero o comedia. A mí me daba igual lo que fuera, lo importante era la gloriosa sensación de estar viendo lo prohibido, sin ser atrapado.

Y sucedió que se me llenó la cabeza con las imágenes de vampiros y otros monstruos que atravesaron la pantalla prohibida una de esas noches. Yo ya temía a la oscuridad, pero a partir de aquella ocasión di forma concreta a mis temores: en poco tiempo imaginé que los vampiros merodeaban mi cama, otros seres de manos verdosas acechaban desde abajo a la espera de mis pies; un ser de cuerpo como derretido y de ojos plateados, dormía en el cuarto de la señora de limpieza; y seres peludos, en parte mono, en parte lobo, se colgaban de la cumbre de las acacias  del patio trasero.

Si me daba sed corría hacia la refrigeradora y escapa hacia mi cuarto de las sombras que sabía que venían detrás de mí. En mi cuarto, me ocultaba bajo las sabanas, respirando con dificultad en aquellos calores infernales de managua, pero seguro de que así lograría que los vampiros no mordieran mi cuello, ni los monstruos me arrastraran fuera de mi mosquitero. 

Nunca hablé de los monstruos, menos aún de aquel gigante de oscuridad, que cada cierto tiempo, salía desde el cementerio central, a buscarme a mí; obligándome a quedarme quedito, con la almohada sobre mi cara, mientras aquello avanzaba despacio desde las tumbas hasta quedar pegadito a mí, tratando de sentirme a través de la pared del lado del patio.

Por años, cuando mi padre apagaba la luz, yo quedaba solo, con todos mis monstruos en la oscuridad. 

... Y sobreviví.

Alberto Sánchez Argüello
Managua Noviembre 2013


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