Mi
abuelo Benjamín Argüello siempre quiso tener un hijo varón. Para su desgracia,
todos morían al poco tiempo de haber nacido, sólo las niñas sobrevivían. Por
eso, cuando tuvo sus segundas nupcias con mi abuela y ella dio a luz a mi
madre, él se fue, las dejó solas en el barrio Cristo del Rosario de aquella
Managua, que mató el terremoto.
Mi
madre me contó que mi abuela le dio de comer durante un año tallarines, era lo
único que podía comprar, la bolsa no le daba para más. De niño yo escuchaba
esta historia y me imaginaba a mi abuela cocinando en una enorme porra del
tamaño de la cocina y a mi madre, una bebé blanca y regordeta, cubierta de
fideos y salsa de tomate.
Después
de ese año de spaghetti, mi abuelo volvió y decidió convertir a Lidia en su
hijo varón. La llevaba a ver peleas de boxeo y al estadio a los partidos de
baseball. Imagino que por eso mi madre jugaba conmigo –en mi adolescencia- a
dar golpes con sus pesados puños; también gustaba de la música que ella llamaba
de cantina y beber ron plata, así sin nada, el puro jaibol. Mi abuelo la crió ruda, sin caricias, más que
aquellas que le daba cuando la sentaba en su regazo, para tocarla bajo su
falda, lejos de la mirada de los demás; con la memoria herida de mi madre como
único testigo.
Al
tiempo fueron naciendo los tres hermanos que mi madre tendría que cuidar y
mantener, en el momento en que mi abuela sufriera el derrame que la incapacitó
y mi abuelo -incapaz de vivir sin aquella mujer fuerte y colérica- muriese de
tristeza.
Uno
de esos hermanos fue el primer hijo varón que mi abuelo finalmente pudo ver
crecer. Su Benjamín, un niño de rizos dorados y sonrisa grande como el mundo;
un niño que sería economista y sobreviviría los horrores de la guerra en las
montañas del norte de Nicaragua, para morir –al decir de mi madre- a la edad de
cristo, por una bala voluntariamente aceptada.
A
veces pienso que la vida de mi madre habría sido otra si mi abuelo no hubiese
regresado. Talvez su mente no habría empezado a resquebrajarse bajo las manos
que se escondían dentro de su falda; podría haber vivido su juventud en vez de
trabajar para que mis tíos se graduaran. Después de todo, comer tallarines no
es tan malo.
Alberto
Sánchez Argüello
Managua
Octubre 2013
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