jueves, 17 de octubre de 2013

EL MAR


René Quinton pensaba que la vida se originó en el mar, y que cada cuerpo humano es como un pequeño océano en el que flotan las células.  Yo no puedo confirmar su tesis, pero si reconozco que mi cuerpo siempre se ha sentido en casa cuando está en el mar.

Desde niño mis encuentros anuales en semana santa, durante los viajes familiares, eran la epitome del placer salino; me convertía en un encurtido que se conservaba bajo el vaivén de los tumbos y las olas, respirando la espuma blanca del pacífico.

Tenía para mí los distintos tipos de baño: el matutino con la marea baja y una gran playa seca, llena de caracolitos; el de media mañana con un sol creciente y olas que me empujaban hacia las dunas y el vespertino de marea alta, con un sabor a peligro y ganas de llegar más allá del horizonte azul.

El mar era también fuente de mis primeras envidias, cuando observaba las latas de comida, jugos y gaseosas que mis primos de la casa vecina llevaban, en contraste con las frutas y agua en botella que me pasaban mis padres. En mi mente de clase de media, ellos eran los ricos, porque su mamá –hija de hacendado- podía comprar en la “diplotienda” y llevaba cocina, refrigeradora y hasta televisor al mar; mientras que mis padres trabajaban para el Estado y no les daba más que para llevar comida del mercado y cocinar con carbón.

Yo no sabía ni entendía entonces, que yo era un rico a los ojos de los niños que trajinaban el tránsito, descalzos, vendiendo tortillas o dulces de coco. Mi comprensión de las cosas era muy limitada, sólo sabía que odiaba el colegio, que no me gustaba que mi madre a veces se encerraba en su cuarto, que no había nada mejor que ver los muñequitos por las tardes y que una de mis primas –de las que estaban en la casa del lado en el mar- me gustaba mucho.

Recuerdo que estaba intentando espiar a mi prima a través de los agujeros de una pared, cuando el hermano menor de mi mamá llegó al mar. De lejos vi a mi madre caer al suelo después de algo que él le dijo. Nadie me explicó nada, los adultos iban y venían asustados y yo me fui enterando con el tiempo, que mi tío Benjamín se había suicidado y que la mujer que regresó con nosotros a casa, no era mi mamá, sino un monstruo llamado bipolaridad, al que aprendí a temer y odiar desde aquella primera crisis de la que fui testigo los meses siguientes.

Aquel verano sentí que algo dentro de mí se cerró para siempre; quise quedarme flotando en el mar, como lo hacen las células en mi sangre.

Alberto Sánchez Argüello
Managua Octubre 2013


Imagen: fuente internet


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