René
Quinton pensaba que la vida se originó en el mar, y que cada cuerpo humano
es como un pequeño océano en el que flotan las células. Yo no puedo
confirmar su tesis, pero si reconozco que mi cuerpo siempre se ha sentido en
casa cuando está en el mar.
Desde
niño mis encuentros anuales en semana santa, durante los viajes familiares,
eran la epitome del placer salino; me convertía en un encurtido que se
conservaba bajo el vaivén de los tumbos y las olas, respirando la espuma blanca
del pacífico.
Tenía
para mí los distintos tipos de baño: el matutino con la marea baja y una gran
playa seca, llena de caracolitos; el de media mañana con un sol creciente y
olas que me empujaban hacia las dunas y el vespertino de marea alta, con un
sabor a peligro y ganas de llegar más allá del horizonte azul.
El
mar era también fuente de mis primeras envidias, cuando observaba las latas de
comida, jugos y gaseosas que mis primos de la casa vecina llevaban, en
contraste con las frutas y agua en botella que me pasaban mis padres. En mi
mente de clase de media, ellos eran los ricos, porque su mamá –hija de
hacendado- podía comprar en la “diplotienda” y llevaba cocina, refrigeradora y
hasta televisor al mar; mientras que mis padres trabajaban para el Estado y no
les daba más que para llevar comida del mercado y cocinar con carbón.
Yo
no sabía ni entendía entonces, que yo era un rico a los ojos de los niños que trajinaban
el tránsito, descalzos, vendiendo tortillas o dulces de coco. Mi comprensión de
las cosas era muy limitada, sólo sabía que odiaba el colegio, que no me gustaba
que mi madre a veces se encerraba en su cuarto, que no había nada mejor que ver
los muñequitos por las tardes y que una de mis primas –de las que estaban en la
casa del lado en el mar- me gustaba mucho.
Recuerdo
que estaba intentando espiar a mi prima a través de los agujeros de una pared,
cuando el hermano menor de mi mamá llegó al mar. De lejos vi a mi madre caer al
suelo después de algo que él le dijo. Nadie me explicó nada, los adultos iban y
venían asustados y yo me fui enterando con el tiempo, que mi tío Benjamín se
había suicidado y que la mujer que regresó con nosotros a casa, no era mi mamá,
sino un monstruo llamado bipolaridad, al que aprendí a temer y odiar desde
aquella primera crisis de la que fui testigo los meses siguientes.
Aquel
verano sentí que algo dentro de mí se cerró para siempre; quise quedarme
flotando en el mar, como lo hacen las células en mi sangre.
Alberto
Sánchez Argüello
Managua
Octubre 2013
Imagen: fuente internet
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