Iniciaba el año escolar de mil
novecientos noventa y ocho cuando Jorge tocó a la puerta de mi oficina. Otro
chavalo más que se suma a la moda de ir a hablar con el psicólogo pensé. Era
inútil que les explicara que yo sólo atendía primaria y que ellos podían buscar
a mi colega, mejor acreditada para atender a los estudiantes de secundaria del
nicaragüense francés y con más experiencia que la que poca práctica clínica que
mis veinte dos años me permitían.
Era inútil porque ellos sólo
querían conversar, sentarse en la silla metálica y dejar caer sus pies encima
de mi mesa. Que fue exactamente lo que hizo Jorge mientras me miraba con esos
ojos alucinantes que parecían querer devorar el universo y sus alrededores. Él
quería saberlo todo, hablar de todo, parecía increíble que tanta energía
pudiese habitar un cuerpo tan espigado.
Un par de años, después de haber
renunciado para dedicarme a unos estudios de posgrado y vuelto a trabajar otra
vez en la escuela, esta vez como psicólogo de todos los niveles, me lo volví a
encontrar, como parte de una generación de jóvenes excepcionales, brillantes,
llenos de vitalidad y de una especie de formalidad que me parecía tan extraña
al compararla con mi forma caótica de hacer las cosas.
Pasaría mucho tiempo antes
de volver a ver a Jorge, para entonces yo estaba de docente en la Universidad Centroamericana
y me topé en la televisión con un rostro familiar. Para mis adentros pensé: ¿y
qué hace ese chavalo del colegio hablando de defensa del consumidor? Pero
claro, ya no era sólo Jorge, ahora era Jorge Rooseess.
Desde entonces no le perdí
la pista y volvimos a encontrarnos muchas veces, igual que aquella primera vez
en la oficina del psicólogo del colegio Nicaragüense Francés: queriendo hablar
de todo, queriendo saber de todo.
Él decía que yo era su
psicólogo, para mí era más como un hermano menor, alguien a quien has visto
crecer, con una energía única, ansioso por comerse al mundo, mientras te
preocupas si no irá demasiado rápido, un hermano al que tratas de aconsejar y
que a pesar del enorme respeto que te tiene, en el fondo sabes que da igual,
que vivirá su vida a su ritmo porque esa es su naturaleza.
Aún no sé cómo reaccionar
ante la muerte, olvidaron programarme con las instrucciones correctas. Peor
si es alguien tan joven, tan infectado por la vida que lo imaginaba inmortal…
pero como es sabido nadie es inmortal.
Así que sólo quiero imaginar
que Jorge ha regresado a su asteroide, ahí donde podrá seguir conversando sobre
el principito y la rosa, para siempre.
Alberto Sánchez Argüello
Managua Nicaragua 13 Abril 2015
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