Pocos
días antes de navidad visité a mi padre. Después del abrazo de rigor y recorrer
algún tema intrascendente, me dijo que quería hablarme de su muerte. ¿Qué haces
vos si yo me muero? ¿Qué harías con mi cadáver? me preguntó a quemarropa. A mí
se me secaron las palabras y él con ese tono pragmático que lo caracteriza, enumeró
todos los detalles a tener en consideración, incluyendo por supuesto la mejor
forma de entrar a su cuarto en caso de morir soñando, o alguna circunstancia
similar.
Yo
trato de mantener la muerte a raya, aunque en mi adolescencia la invocase
constantemente, como una especie de calmante ante una vida que me resultaba
insoportable. He hecho lo posible por evitar velas y funerales. Cuando aparezco
en alguno es con mucho esfuerzo y por poco tiempo. Perdí la ocasión que tuve para despedirme
de mi madre: permanecí oculto en el baño de su cuarto, mientras
ella dormía un sueño comatoso.
Temo
perder a las personas que amo, que al final es temer a la soledad, ese estado
que viví intensamente durante mi niñez y adolescencia. Ahora temo morir, los cuarenta años que me aguardan en enero, me recuerdan que mis hijos crecen y yo envejezco, sin saber cuando dejaré de estar para ellos.
Pensar
en esto me hace dudar sobre los caminos que he elegido. Me pregunto si
no debí haber tomado la ruta de una empresa propia o un empleo fijo en un
banco, un laboratorio nacional, una universidad, una oenege y tantos otros
lugares que en su momento me ofrecieron llegar a viejo en sus entrañas. Al
final dejé vivir a ese niño que escribía cuentos a la salida de la escuela,
dibujaba por las tardes en el comedor de su casa, inventaba juegos de mesa, se
disfrazaba para sus padres, creaba guiones para veladas de títeres y creaba estatuas
con plastilina y diversos objetos. “Algún día tendrás que especializarte” me
decía mi amado jefe y maestro Carlos Comas, pero no le hice caso.
Mi
padre tiene sesenta y ocho, mi hija menor cinco y yo cumpliré cuarenta. Nuestros
relojes biológicos marcan tiempos distintos. Yo veo luz en él y en ella, así
como veo luz en mi hijo mayor y en mi compañera y en mi mejor amigo y hermano
de toda la vida. Pero debo dejarlos ir y dejarme ir a mí mismo. Esta es la
tarea que me llevo para el dos mil diez y seis, al final la vida está hecha de
momentos, y la muerte es uno de ellos.
Alberto
Sánchez Argüello
Managua
31 diciembre 2015
Aprovecho para dejarles EL PATO
Y LA MUERTE de WOLF ERLBRUCH