Por un buen tiempo viví contando
mi edad en 18 años, no estoy tan seguro porqué, pero mi mente se resistía a
entrar a los veintes. Y bueno, cuando se acercaban los 30 años me aterré,
sentía como si una barrera del tiempo me acechara; una frontera que al
franquearla me llevaría hacia lo desconocido: el lento, pero seguro proceso de
ir envejeciendo.
Al final todo se reducía al temor
más básico a la propia mortalidad. Me horrorizaba la idea de perder
capacidades, sobre todo las mentales. Recuerdo alguna vez haber hablado con
Manuel sobre un pacto suicida que evitara que llegáramos a la edad del
Alzheimer.
Ya pasados los treintas mi edad
se volvió difusa, pensar que tenía 18 era insostenible y empecé a alimentarme
de los comentarios de la gente: usted no parece de 30, joven disculpe, ¿que va
a querer muchacho?... Vivía mis miedos y vanidades desde mi interior,
apreciando el cuerpo largo y delgado que los genes arguellos me trajeron desde
la ciudad de León, seguro de que ninguna comida o falta de ejercicio eran
capaces de hacer mella en mi figura.
Pero horror, pasando los 35 se
empiezan a asomar zonas neumáticas, contenedoras de grasas que se asientan sin
invitación ni previo aviso. ¿Qué le pasó a mi metabolismo acelerado? ¿Dónde
quedó la supuesta hipoglicemia que mantenía todo en orden?
Mi cuerpo y yo nunca fuimos
demasiado amigos, en principio le aborrecí durante décadas. El proceso de
aceptación fue lento y accidentado y cuando finalmente alcancé el equilibrio le
empecé a tratar, o mejor dicho, le seguí tratando a como trato al Land Rover
año 1962 herencia de mi abuelo: sin agua y sin cuidado.
En ese sentido he sido fiel al
arquetipo de la masculinidad latinoamericana, tratando mi cuerpo como una
máquina que nunca se va a descomponer, haciendo caso omiso a dolores y síntomas
de cansancio. Arquetipo que por demás está decir que es una soberana idiotez
que sólo sirve para reducir la calidad de vida y enriquecer a las funerarias.
Hace unos meses atrás cayó en mis
manos el “Diario de un cuerpo” de Daniel Pennac. Comencé despacio la lectura, por estar algo oxidado en el hábito de leer, confiado de acelerar más adelante; pero luego –a pesar de encontrar
fascinante la lectura del registro de la vivencia corporal de una persona desde
los 12 años hasta su último año de vida- seguí avanzando con la misma lentitud.
Fue hasta llegar a los 50 años del personaje que entendí el motivo: no quería
saber como era envejecer. Sin embargo me armé de valor y acompañé a aquel
hombre textual hasta su muerte.
Reí con el libro recordando mi
propia adolescencia y juventud y lloré con la muerte de sus seres queridos… le
acompañé paso a paso en sus minúsculas intimidades como si se tratase del mejor
amigo de mi vida. Nunca ningún libro me había acercado tanto a un personaje a
la carne y hueso de la vida cotidiana. Y sin notarlo demasiado, sin tener tanta
conciencia, algo cambió en mí. Me percaté de mis manos, de mi piel, de la piel
de mis seres queridos, de sus brazos y piernas, de sus cuerpos y el mío. Mucha
mente, muchas emociones, pero al final del día también somos esto: cuerpos que sienten,
que dan, que reciben. Ahora sé y asumo que mi cuerpo tiene término, pero que el
tiempo que tenga es para tocar y ser tocado, para sentir y hacer sentir… el
cuerpo es para amar.
Alberto Sánchez Argüello
Managua 29 Abril 2013