Despierto en esta segunda
semana del dos mil diez y siete con Luna acurrucada en mi pecho, en una Managua
a veinte y tres grados en el cuarto que me conoció en días universitarios. Me
levanto de un valiente catre que nos contiene a ambos contra toda lógica de
espacio. Salgo a ese comedor que me miró tantas veces dormido mientras mi madre
hacía lo posible para lograr que desayunara antes de irme al colegio. El mismo
comedor, ahora inundado por toda suerte de artilugios de mi padre.
Mi padre ya está en la
terraza sintonizando la radio que nos conecta con voces que claman por un país distinto.
Se escuchan voces enojadas, voces cansadas. Las voces encarnan los mismos
argumentos y contra argumentos que vengo escuchando desde siempre, de un bando
o de otro.
Mi padre me mira con sus
ojos de sesenta y nueve años que ya casi alcanza los setenta. Pero esa chispa
en sus ojos no es la de un septuagenario. Tiene el brillo de un niño, si acaso
de un joven que juega basquetbol en el colegio mientras sueña con ser
arquitecto como los de antes, esos que soñaron una Managua Decó, con esculturas
de Edith Gron.
Cuando miro a mi padre me siento
niño, adolescente, joven. Debe ser la costumbre de ser su único hijo. A veces me dice hermano y pega los recortes de algún
premio o publicación mía en esa pared donde están sus dibujos de mi madre, de
mi hijo mayor Ernesto, de Luna, de mí, de él mismo. Saber que goza con mis
logros me hace sentir su hijo, así... sin edad.
Abrazo a mi padre y pienso que se sentirá tener un hijo que cumplirá cuarenta y uno este sábado. Un hijo que ama intensamente a Carolina, su pareja, con quien teje wonderland a diario; un hijo que ama a Ernesto y Luna, buscando ser mejor papá; un hijo que teje una vida nueva, llena de posibilidades.
Mi padre me sonríe, sé que
está contento con el hombre en que me he convertido. Yo sé que mi camino aún
tiene mucho horizonte, pero yo también estoy contento con este hombre que soy.
Alberto Sánchez Argüello
Managua 12 Enero 2017
-Imagen: Van Gogh's Bedroom