viernes, 25 de octubre de 2013

MI HERMANO


Hoy fue uno de esos días en los que me preguntan si soy hijo único y me toca morderme el labio, antes de mentir diciendo que si. Como siempre, me quedan viendo con una expresión lastimera y mencionan que eso de ser único es muy solitario, que los hijos únicos somos gente extraña, distinta.

Cuando me dicen esas cosas me recuerdo construyendo torres con los tacos de madera que mi papá traía de las obras que supervisaba; dibujando durante horas en la mesa del comedor; armando casas con los colchones de los sofás; montando camas con ramas cortadas de la acacias de la terraza, para acostarme y ver las nubes pasar en un cielo azulísimo.

A veces deseaba tener un hermano. Pensaba que mi vida sería distinta con un hermano mayor con quien poder conversar; que me acompañara cuando mis padres peleaban; que me defendiese en el colegio.  Envidiaba a mis compañeros que tenían esos dobles genéticos con quienes jugar y discutir.

Una noche, mientras intentaba alejarme de una tempestuosa salida familiar, me dijeron que tenía un hermano. Ahora no recuerdo quien me lo dijo, si fue mi madre o mi tía que vive en Venezuela que estaba de visita, el impacto debe haber sido demasiado fuerte, la memoria es algo frágil.

Durante los años siguientes fui rescatando, pieza por pieza, esa otra historia que no me habían contando: la de mi madre violada por un ex novio estando comprometida con mi padre; la de mi abuela paterna prohibiendo el matrimonio de mi padre si él aceptaba el embarazo que había resultado de la violación; la de mi madre regalando a su primer hijo a una pareja que luego se fue a México, para nunca mas saber de él.

Entendí entonces porque recordaba a mi madre con una enorme cicatriz en su vientre; entendí que era el resultado de dos cesáreas con apenas un año de distancia; entendí que mi hermano había ocupado el vientre de mi madre antes que yo; que ella había hecho creer a mi padre que estaba tomando píldoras anticonceptivas; entendí que ella había decidido tener otro hijo a lo inmediato, contraviniendo el mandato médico; y sobre todo entendí que yo había nacido para reponer a mi hermano.

Sin embargo entender nunca mitigó el dolor de ver a mi madre sufrir durante sus crisis por el destino incógnito de mi hermano, menos aún escucharla decir en alguna ocasión, que habría preferido quedarse con él en vez de conmigo.

Por eso miento cuando me preguntan si soy hijo único, es la respuesta más fácil, la más conveniente. Pero él existe, allá afuera, en el mundo real. Talvez tiene el mismo color café de mi pelo, la forma de mis ojos, la contextura delgada; talvez ya nos hemos cruzado; talvez ustedes lo han hecho; y talvez él todavía cree que es hijo único.

Alberto Sánchez Argüello
Managua Octubre 2013 

Imagen: Internet


jueves, 24 de octubre de 2013

TALLARINES




Mi abuelo Benjamín Argüello siempre quiso tener un hijo varón. Para su desgracia, todos morían al poco tiempo de haber nacido, sólo las niñas sobrevivían. Por eso, cuando tuvo sus segundas nupcias con mi abuela y ella dio a luz a mi madre, él se fue, las dejó solas en el barrio Cristo del Rosario de aquella Managua, que mató el terremoto.

Mi madre me contó que mi abuela le dio de comer durante un año tallarines, era lo único que podía comprar, la bolsa no le daba para más. De niño yo escuchaba esta historia y me imaginaba a mi abuela cocinando en una enorme porra del tamaño de la cocina y a mi madre, una bebé blanca y regordeta, cubierta de fideos y salsa de tomate.

Después de ese año de spaghetti, mi abuelo volvió y decidió convertir a Lidia en su hijo varón. La llevaba a ver peleas de boxeo y al estadio a los partidos de baseball. Imagino que por eso mi madre jugaba conmigo –en mi adolescencia- a dar golpes con sus pesados puños; también gustaba de la música que ella llamaba de cantina y beber ron plata, así sin nada, el puro jaibol. Mi abuelo la crió ruda, sin caricias, más que aquellas que le daba cuando la sentaba en su regazo, para tocarla bajo su falda, lejos de la mirada de los demás; con la memoria herida de mi madre como único testigo.

Al tiempo fueron naciendo los tres hermanos que mi madre tendría que cuidar y mantener, en el momento en que mi abuela sufriera el derrame que la incapacitó y mi abuelo -incapaz de vivir sin aquella mujer fuerte y colérica- muriese de tristeza.

Uno de esos hermanos fue el primer hijo varón que mi abuelo finalmente pudo ver crecer. Su Benjamín, un niño de rizos dorados y sonrisa grande como el mundo; un niño que sería economista y sobreviviría los horrores de la guerra en las montañas del norte de Nicaragua, para morir –al decir de mi madre- a la edad de cristo, por una bala voluntariamente aceptada.

A veces pienso que la vida de mi madre habría sido otra si mi abuelo no hubiese regresado. Talvez su mente no habría empezado a resquebrajarse bajo las manos que se escondían dentro de su falda; podría haber vivido su juventud en vez de trabajar para que mis tíos se graduaran. Después de todo, comer tallarines no es tan malo.

Alberto Sánchez Argüello
Managua Octubre 2013

jueves, 17 de octubre de 2013

EL MAR


René Quinton pensaba que la vida se originó en el mar, y que cada cuerpo humano es como un pequeño océano en el que flotan las células.  Yo no puedo confirmar su tesis, pero si reconozco que mi cuerpo siempre se ha sentido en casa cuando está en el mar.

Desde niño mis encuentros anuales en semana santa, durante los viajes familiares, eran la epitome del placer salino; me convertía en un encurtido que se conservaba bajo el vaivén de los tumbos y las olas, respirando la espuma blanca del pacífico.

Tenía para mí los distintos tipos de baño: el matutino con la marea baja y una gran playa seca, llena de caracolitos; el de media mañana con un sol creciente y olas que me empujaban hacia las dunas y el vespertino de marea alta, con un sabor a peligro y ganas de llegar más allá del horizonte azul.

El mar era también fuente de mis primeras envidias, cuando observaba las latas de comida, jugos y gaseosas que mis primos de la casa vecina llevaban, en contraste con las frutas y agua en botella que me pasaban mis padres. En mi mente de clase de media, ellos eran los ricos, porque su mamá –hija de hacendado- podía comprar en la “diplotienda” y llevaba cocina, refrigeradora y hasta televisor al mar; mientras que mis padres trabajaban para el Estado y no les daba más que para llevar comida del mercado y cocinar con carbón.

Yo no sabía ni entendía entonces, que yo era un rico a los ojos de los niños que trajinaban el tránsito, descalzos, vendiendo tortillas o dulces de coco. Mi comprensión de las cosas era muy limitada, sólo sabía que odiaba el colegio, que no me gustaba que mi madre a veces se encerraba en su cuarto, que no había nada mejor que ver los muñequitos por las tardes y que una de mis primas –de las que estaban en la casa del lado en el mar- me gustaba mucho.

Recuerdo que estaba intentando espiar a mi prima a través de los agujeros de una pared, cuando el hermano menor de mi mamá llegó al mar. De lejos vi a mi madre caer al suelo después de algo que él le dijo. Nadie me explicó nada, los adultos iban y venían asustados y yo me fui enterando con el tiempo, que mi tío Benjamín se había suicidado y que la mujer que regresó con nosotros a casa, no era mi mamá, sino un monstruo llamado bipolaridad, al que aprendí a temer y odiar desde aquella primera crisis de la que fui testigo los meses siguientes.

Aquel verano sentí que algo dentro de mí se cerró para siempre; quise quedarme flotando en el mar, como lo hacen las células en mi sangre.

Alberto Sánchez Argüello
Managua Octubre 2013


Imagen: fuente internet


miércoles, 16 de octubre de 2013

LA MUERTE Y YO



La muerte y yo nunca hemos sido muy cercanos. Nos encontramos ocasionalmente en funerales que no me causaron mayor emoción; ella siempre ocupada con los cadáveres ataviados con sus mejores ropas, yo cumpliendo con alguna exigencia social heredada de mi familia. Se podría decir que nuestra relación ha sido de mero compromiso.

Ni siquiera la muerte de algún gato muy querido, a picotazos de un gallo, me pudo acercar a ella. Imagino que alguna responsabilidad tuvo mi madre en todo esto; no sólo porque la culpe de mis extravagancias emocionales, sino porque trató de mantenerme en una burbuja, o bien no hizo mayor cosa por romper la que yo cultivaba desde mis libros.

Por eso cuando entré al cuarto de mis padres, dónde ella estaba en coma, respirando como si una máquina vieja habitara sus pulmones, no tuve espacio para la sorpresa ni la pesadumbre. Me decía a mi mismo que esa muerte era anunciada, esperada incluso, no por mí claro, sino por el niño que fui que la mató en tantas ocasiones, que seguramente algún cementerio imaginario crece por ahí, en uno de los predios baldíos de Managua.

Mi madre estaba ahí, dándome la oportunidad de besar sus mejillas macilentas, o al menos sostener su mano mientras la sangre aún buscaba frenética hacer sus últimas giras desde el corazón hasta los pies, pasando por esa mente que consumía sueños y pesadillas como último adiós a la realidad.  No besé sus mejillas ni sostuve su mano, no acostumbro a despedirme de los muertos. Opté por la salida fácil: me oculté en el baño del cuarto.

A salvo en el cuartito de lavado que mi padre adornó con azulejos quebrados con aire a Gaudí, me miré en los múltiples espejos y un yo anciano me miró con tristeza. Él si sentía la muerte de mi madre, él si quería gritar y decir que la amaba y que la odiaba, pero yo no lo dejé hablar, no lo dejé gritar, sólo me quedé ahí en silencio, dejando que mi padre creyera que me estaba despidiendo a solas con mi madre, que estaba finalmente acercándome a la muerte.

Alberto Sánchez Argüello
Octubre 2013


Imagen. Laurie Lipton